10 de enero de 2020
Ricardo Stuckert

El asesinato del general iraní Qasem Soleimani por bombas lanzadas a partir de un dron, bajo orden expreso del presidente de los Estados Unidos, ha llevado a Medio Oriente y al mundo a la más grave crisis de seguridad global desde el final de la Guerra Fría, a finales del siglo pasado. Al ordenar unilateralmente la ejecución de un militar iraní del más alto rango en territorio iraquí, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, violó la ley internacional y dio un paso temerario y peligroso para intensificar un conflicto con un impacto potencial en todo el planeta.

Todavía no sabemos exactamente la magnitud de la reacción de Irán a este acto de guerra no declarada. Pero ya estamos observando daños a la paz y a la seguridad en la región, con el resurgimiento previsible del Estado Islámico en Irak y un revés de Teherán en relación con los compromisos que habían sido asumidos sobre los límites de enriquecimiento de uranio.

También podemos señalar con certeza quién ganará y quién perderá con un nuevo conflicto de guerra, cualquiera que sean sus proporciones.

Hay quienes siempre se benefician de la guerra: los fabricantes de armas, los gobiernos interesados en saquear las riquezas de otros Estados (especialmente el petróleo), las megaempresas con contratos a precio de oro para reconstruir lo que fue destruido por la locura y la codicia de los señores de la guerra.

Y hay quienes siempre pierden: las poblaciones civiles, las mujeres, los niños, los ancianos y, sobre todo, los más pobres, condenados a la muerte, al hambre, a la falta de hogar y a la emigración forzada a tierras desconocidas, donde enfrentarán la miseria, la xenofobia, la humillación y el odio.

Como presidente y canciller de Brasil, en la primera década de este siglo, mantuvimos diálogos con presidentes estadounidenses y altos funcionarios iraníes en un intento de construir la paz, lo que, creemos, es lo que más le importaba a los pueblos de Irán y Estados Unidos.

Junto con Turquía, hemos negociado con Irán la firma de la “Declaración de Teherán”, atendiendo a una solicitud directa del presidente Barack Obama, quien nos invitó a una reunión paralela durante la cumbre ampliada del G8 en Italia, en 2009, para tratar este tema.

Este acuerdo, celebrado en 2010, fue aclamado por expertos en desarme de todo el mundo, incluido el ex director de la Agencia de Energía Atómica y ganador del Premio Nobel de la Paz, Mohammed El Baradei, porque tenía el potencial de aportar una solución pacífica al complejo problema del programa nuclear iraní.

Además de hacer del mundo un lugar más seguro, estábamos ayudando a los dos países, enemigos acérrimos desde la revolución islámica de 1979, a desarrollar una coexistencia pacífica y mutuamente respetuosa, como en aquél entonces lo expresó el presidente estadounidense.

Desafortunadamente, los factores de política interna y externa en los Estados Unidos impidieron su adopción en aquel momento. Sin embargo, unos años más tarde, Obama firmó un acuerdo similar con el gobierno iraní, que luego fue abandonado por Donald Trump.

Somos y siempre seremos defensores intransigentes de la paz. Hay una guerra urgente que deben librar todas las naciones: la guerra contra el hambre, que amenaza a uno de cada nueve habitantes de este planeta. Lo que se gasta en un solo día de guerra aliviaría el sufrimiento de millones de niños hambrientos en el mundo. Es imposible no estar enojado con eso.

Incluso antes de asumir el gobierno de Brasil, en noviembre de 2002, cuando visitamos la Casa Blanca, tuvimos nuestra primera reunión con el entonces presidente George W. Bush. Había una obsesión por parte del gobernante estadounidense por atacar a Irak, con base en acusaciones falsas sobre posesión de armas químicas y apoyo al terrorismo. Le dijimos al presidente que nuestra obsesión era otra: acabar con el hambre y reducir la pobreza en nuestro país.

No nos involucramos en la coalición contra Irak y condenamos el uso unilateral de la fuerza. A pesar de esto (o justo por eso), Bush respetó a Brasil. Cooperamos en situaciones difíciles, como la creación del Grupo de Amigos de Venezuela y las negociaciones comerciales de la OMC. Mantuvimos buenas relaciones y contactos frecuentes sobre cuestiones regionales y mundiales, incluso con nuestros desacuerdos. Brasil fue uno de los pocos países en desarrollo invitados a la Conferencia de Annapolis, convocada por Estados Unidos para discutir la reanudación del proceso de paz en el Medio Oriente en 2007.

Tenemos la profunda convicción, basada en la experiencia, de que la paz y el diálogo entre las naciones no solo son deseables, sino que son posibles, siempre que haya buena voluntad y persistencia. Sabemos que las soluciones obtenidas a través del diálogo son mucho más justas y duraderas que las medidas impuestas por la fuerza. La triste situación en la que Irak todavía vive, diecisiete años después del fatídico ataque de 2003, es la evidencia más contundente de la fragilidad de los resultados obtenidos a través de la acción militar unilateral.

En paz, los países desarrollan sus economías, superan las diferencias y aprenden unos de otros, promoviendo el comercio, la cultura, el contacto humano, la investigación científica y cooperación humanitaria. En la guerra, los países intercambian misiles, bombas y muertes, degradan la calidad de vida de sus pueblos, causan estragos en el medio ambiente y en el rico patrimonio histórico y cultural. La realidad ha sido cada vez más clara de que en la guerra todas las victorias son ‘victorias pírricas’.

Es profundamente lamentable que el presidente brasileño Jair Bolsonaro, impulsado por una ideología belicista de extrema derecha y una vergonzosa sumisión al actual presidente de los EUA, adopte una postura contraria a la Constitución brasileña y a las tradiciones de nuestra diplomacia, coordinándose con un acto de guerra de Donald Trump, justo al comienzo del año en el que este último se postulará para la reelección.

A Bolsonaro poco le importan los daños humanitarios causados por la guerra, aún así, él debería tener en cuenta al menos las relaciones comerciales entre Brasil e Irán, con las que tenemos un superávit de más de $ 2 mil millones al año. Sobre todo, él debe preocuparse por la seguridad de nuestro país y de nuestro pueblo, que está siendo presionado a apoyar una guerra que no es suya.

En este momento crítico en el que vive la humanidad, Brasil debe demostrar una vez más lo que realmente es: un país soberano, defensor de la paz y de la cooperación entre los pueblos, admirado y respetado en el mundo.

Luiz Inácio Lula da Silva es ex presidente de Brasil. Celso Amorim es ex canciller de Relaciones Exteriores Brasil.

The Guardian | Traducido por Cristina Gomes.